Quiero morir. Quiero
dejar de existir. Ruego al cielo dejar de vivir!
Lloraba desaforadamente, sin siquiera intentar pronunciar
bien. Era un ruego, una suplica descarnada. Un llanto desesperado que buscaba alivio.
Buscaba misericordia.
Yo no era médico, ni era sacerdote. Y creo que aunque lo fuera, no podría lograr siquiera algo de alivio en momentos como estos ..
Su desesperación se convirtió en la mía. La tome de la mano,
y era lo único que podía hacer mientras ella gritaba. Con sus ojos blancos, que decían que
ya era suficiente. Ella odiaba su propia mente. Suplicaba perdón. Por qué un dolor así?, una
tortura así?, sólo puede ser un castigo.
Qué he hecho? Qué mal he hecho? Llévame de una vez. Señor,
ya no quiero vivir!
Sus ojos, llenos de llanto seco y emblanquecidos como las
canas de sus cabellos.
No puede ser menos, más de un siglo no pasa sin dejar
grietas que permiten escapar a la vida.
Fue la mano que muchas veces guió la mía, y ahora sostengo
la suya, ya sin fuerza, con el peso de tan sólo los huesos. Frágil, como una
rama a punto de partirse, aceptando que suficiente viento paso por sus hojas.
Pide gritando al cielo que este sea justo, que se la lleve,
que ya vivió demasiado.
Veo todas las imágenes que la rodean, veo rostros
intencionalmente dibujados que inspiran a que confiemos, a que pidamos y alcemos la mirada. Y ahora
ella les ruega, pidiendo esa justicia. Divina.
Ve seres sin forma que la hostigan, que la asustan, que le
dicen cosas que no entiende, siente agua, piedras, insectos caminándole por
encima, motores incesantes; tortura perpetua.
Un infierno.
Y no puedo imaginar alguien que haya rezado más rosarios que
ella. Nadie que se haya persinado o que más oraciones se sepa.
Así no funciona? Por qué no descansa?
No puedo hacer nada más que darle mi mano y sentirme
completamente inútil. No es justo, ¿Dónde estás? – Nadie contesta.
“En eso radica la fe” – lo digo en mi mente, aterrorizado.
He perdido la cuenta cuantas veces he jurado y pedido que si
alguien me escucha - dentro de mi mente (?) – que me transfiera ese dolor, esa
desesperación desencarnada a mi, para que al menos se sienta menos días
castigada hasta que llegue su escape del mundo.
Llora por horas ininterrumpidamente hasta que sus energías
se consumen y debe dormir. Para
despertarse y volver a vivir, en cualquier momento, ese infierno de impulsos
neuronales confundidos y desfasados en el tiempo.
No es justo. Nada es justo. No existe esa justicia. Me sangra el alma verla así, me rompe en trozos la esperanza
escucharla gritar y sucumbir por horas ante su propia mente que ella siente que
la odia porque "la castiga”.
Solo le cojo la mano, así como ella me la cogía de niño. Y
siento que sus lágrimas pasan de ella hacia mi, brotando con una afluencia
contenida y bombeada con la presión de un corazón desesperado que sólo quiere
comprender porqué alguien debe sufrir tanto.
Duele. Duele más allá del alma.
Y yo no hago más que mirar un cuarto lleno de imágenes y un rosario
con una cruz de espaldas a ella.
Lo volteo, como queriendo que algo tenga sentido.
Solo quiero que no sufra.