martes, 6 de julio de 2010

Imposible.

Quieres conversar? – ella dijo.
Si, claro. - dije yo.
Soy hombre y me abordó una mujer. Fue en un bar; se quedó sola, sus amigas partieron y ella no estaba (tan) borracha como ellas.

Conversamos dos horas de la pereza de la gente y de la estupidez del mundo.
Tímidamente las palabras entibiaron la noche tan fría, pero dio dos vueltas el minutero y dijo que tenía que irse.

Sin pensarlo dos veces, ella se despidió diciendo que volvería al día siguiente. Y sin que me lo preguntara yo mismo en alguno de mis diálogos internos: yo también le dije que estaría a la misma hora en el bar.

Desde ese día no dejé de conversar con ella todas las noches en el mismo bar. Cinco horas, seis, luego la madrugada no nos era suficiente.
Me contó en días todos sus años, me contó de su familia, de sus problemas, de sus alegrías, de lo que la hace reír, y de lo que la hace molestarse y rabiar.
Pero no, no estaba molesta como decían verla. No, no era de piedra, sino una flor.
Me habló del humo del cigarro, del humo que te hace olvidar y de los 40 años.
Y me contó de su esposo.
Pero seguimos riendo; estábamos conversando.
Pasaron cinco días y ya éramos conocidos de infancia.
Complicado - lo dijimos, era la verdad. Y desde que todo fue claro; lloramos sin lágrimas, nos abrazamos por horas sin brazos, nos besamos con silencios y miradas.
No cruzamos la línea. Fue perfecto; fue pura y simplemente amor. Y lo tuvimos que decir:

Creo que es lo más maduro.
Y me alejé.
Soy hombre, y entiendo lo que es tener una buena mujer.

Hasta ahora, años después, siento que es la única decisión perfecta que tomé. Por eso siempre la recuerdo…

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